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Explotan las cárceles bonaerenses: cada vez entran más presos

En los últimos 7 meses, las prisiones bonaerenses batieron récords de detenidos. Las requisas que les hacen dan resultados insólitos: les hallaron 13.000 celulares. Y en el medio de todo, diez balas cubiertas con talco.Cuchillos suficientes para enfrentar a un ejército, ahora que el invierno ha llegado. También, miles y miles de teléfonos celulares.

El motivo puede discutirse. Algunos dirán que hay más policías en la calle. Otros, que trabajan mejor. Que subieron su vocación represiva. O que están más activos. Lo cierto es que hay una consecuencia inocultable: cada vez más gente está ingresando a las cárceles de la provincia de Buenos Aires.

Y eso trae otro tipo de problemas.

En mayo de 2016, en las 55 cárceles y las seis alcaidías departamentales del Servicio Penitenciario Bonaerense -el más grande de la Argentina, que aloja a la mitad de todos los presos del país- había 32.200 detenidos. Una nota publicada entonces por Clarín señalaba que “desde hace un lustro, todos los años la población carcelaria crece 1.200 personas en promedio”. El cálculo surgía de que, cada 12 meses, “poco más de 600 personas abandonan el régimen de privación de la libertad –por cumplimiento de condena o por beneficios procesales–, pero por la otra puerta –la del ingreso– llegan 1.800 nuevos detenidos al Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB)”.

Ese equilibrio se rompió.


Hubo una brusca aceleración en la cantidad de presos que ingresan a los penales provinciales. En diciembre de 2016 ya sumaban 34.392, repartidos entre los penales (33.698) y las alcaidías (694). El aumento es impactante: al día de hoy, el total de detenidos alcanzó los 37.157 (36.3533 en cárceles y 624 en las alcaidías), según cifras oficiales del Ministerio de Justicia de la provincia de Buenos Aires.

Es decir, que la población de las cárceles aumentó en 2.765 presos en apenas siete meses, cuando la tasa histórica de crecimiento era de 1.200 por año. Nadie se anima a aventurar cuál será el balance final en diciembre.

En los calabozos de las comisarías había, a mayo de 2016, otros 2.300 presos. Hoy hay 3.000 y llueven las denuncias para que los saquen de allí y los lleven a los penales.

Pero en los penales no hay lugar ni para los que ya están. No lo había en diciembre, menos lo hay ahora.

Una solución sería construir más cárceles. Pero, claro, no se trata de algo rápido ni barato. Levantar un penal lleva entre tres y cuatro años y su costo se calcula por preso, a razón de 1.200.000 pesos por cabeza.

La última gran prisión bonaerense que se estrenó fue la de General Alvear. Fue en el año 2000 -sí, hace 17 años- y tiene capacidad para 1.500 detenidos. Levantar una igual costaría hoy 1.800.000.000 de pesos, o alrededor de 100 millones de dólares.

Hacen falta al menos cuatro así.


Mientras se analiza cuándo empezar una obra como ésta, siguen llegando presos. Y el ministro Gustavo Ferrari busca alternativas para que el sistema no estalle.

No es fácil.


Para que todo funcione, los presos tienen que vivir en las mejores condiciones posibles. Las que hay son malas, pero lo que se está buscando es que al menos tengan un colchón cada uno, coman todos los días y reciban los medicamentos que necesitan. Parece insólito, pero al penal de Dolores acaba de entrar la primera fruta en 5 años.

Bajar la conflictividad entre presos que viven uno encima del otro es el camino que se intenta recorrer. Para eso están empujando a los detenidos a trabajar y a estudiar, al menos en alguno de los cursos de mecánica de motos que se dictan. Pero también les están haciendo requisas más estrictas en busca, sobre todo, de armas.

Así aparecieron las balas. Y volvió el dulce de membrillo.


Las requisas se hacen ahora con un mecanismo nuevo que consiste, básicamente, en que los guardias no las hagan más en el propio penal donde trabajan sino que vayan por sorpresa a otra unidad para realizarlas. Así, se estima, se controla (un poco) la connivencia entre guardias y presos.

Los resultados son, al menos, llamativos. Desde enero a hoy, en las requisas internas hechas en celdas, pabellones y talleres se han encontrado 6.938 facas (cuchillos artesanales) y otras armas blancas, a un ritmo de casi 1.000 por mes. Sólo anteanoche, en la Unidad 9 de La Plata hallaron 163.

En los mismos procedimientos los guardias encontraron 1.083 “elementos contundentes”. Y una cantidad alucinante de teléfonos celulares: 13.364. Los últimos 39 fueron hallados en la requisa a la Unidad 9, en la noche del jueves. En ese operativo también cayeron tres guardiacárceles: les encontraron pastillas de todo tipo -las drogas más buscadas por los presos-, celulares y facas, que no podían justificar. Terminaron apartados del servicio.

Los controles permitieron además un hallazgo que aún no tiene explicación. En un baño del penal de Mercedes, escondidas en un hueco, se encontraron diez balas calibre 9 milímetros cubiertas con talco.

El polvo blanco, se determinó, estaba destinado a mantener secos los proyectiles. Lo que no apareció, pese a las exhaustivas revisiones que siguieron, fue el arma que iba a dispararlos. Tampoco se sabe aún cuál era el blanco de los eventuales disparos.

El otro cambio que hubo fue el sistema de requisas para las visitas de los presos. Se renovó la forma en que se revisan los objetos y, sobre todo, los alimentos que les llevan.

Y así fue como el dulce de membrillo recuperó la libertad. Al menos, la de tránsito.

Es que su ingreso a los penales estaba prohibido desde hacía décadas, debido a una leyenda carcelaria en la que creían tanto presos como guardias.

Según se cuenta en las cárceles, muchos pero muchos años atrás, en un penal de Resistencia (Chaco) un grupo de presos dejó olvidada una porción de dulce de membrillo sobre una improvisada bandeja de metal. Pasó el tiempo, otros objetos cubrieron los restos de comida y los detenidos no volvieron a reparar en ellos. Hasta que llegó el día en el que uno se puso a limpiar y descubrió que el dulce había hecho un agujero en la bandeja.

Rápidos, los presos se pusieron a untar el dulce sobre las rejas de las ventanas. Pero no obtuvieron resultados, así que concluyeron que la pintura que las recubría era un obstáculo. Con paciencia la lijaron, llegaron al metal e insistieron con el membrillo.

No hay registros de que algún preso haya escapado alguna vez por obra y gracia de la corrosión del dulce de membrillo. En la mayoría de los detenidos, sin embargo, creció la ilusión de que a cada uno que lo untó sobre un barrote la libertad le llegó antes de que el material se fatigara, por lo que no hay quien se atreva a cortar la tradición.

De hecho, ésta podrá continuar ahora gracias a que al dulce, ante la falta de pruebas fehacientes de su poder liberatorio, le han levantado la prohibición de ingreso a la cárcel.

Serán cada vez más quienes apuesten por el dulce: ayer entró en vigencia la ley que prohibe las excarcelaciones anticipadas -libertades condicionales, salidas transitorias y otros beneficios- para aquellos condenados por delitos graves como homicidio calificado, violación o robo con armas. Cerrada también esa puerta de salida, la superpoblación carcelaria no hará más que aumentar día a día.

Fuente: Clarín

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